La presidente saliente, Cristina Fernández de Kirchner.

La presidente saliente, Cristina Fernández de Kirchner. REUTERS

ELECCIONES

Argentina y la espiral del silencio

El descalabro de todas las encuestas revela un hartazgo de la población argentina ante los excesos hegemónicos del kirchnerismo. Votar al conservador Macri ya no es tabú.

En Argentina es costumbre nacional masacrar a los sociólogos después de cada elección. “Ser encuestador debería ser un agravante en el Código Penal”, escribía en Twitter un periodista mendocino durante la interminable madrugada del lunes. De las once encuestas electorales realizadas en Argentina en octubre, sólo una otorgaba más de un 30% a Mauricio Macri (y apenas 30,5%). Scioli se movía entre un 39 y un 41%. Los datos reales (36,3 frente a 34,7%) sólo pueden explicarse, entre otros factores, por la espiral del silencio, aquella teoría de Elisabeth Noelle-Neumann según la cual los individuos prefieren no hablar en público acerca de temas políticos cuando perciben que su punto de vista no es ampliamente compartido.

Cuando el Gobierno anunció que al 60% del escrutinio Mauricio Macri iba incluso por delante del kirchnerista Scioli, las redes sociales explotaron como no habían hecho desde la elección del papa Francisco o la muerte de Néstor Kirchner. El resultado era un desastre para su viuda y todavía presidenta, Cristina Fernández, completamente ausente de la jornada, pero también sonrojante para la profesión sociológica: incluso los sondeos a pie de urna, elaborados lógicamente el mismo domingo, daban a Daniel Scioli una ventaja cercana o superior a los diez puntos.

¿Realmente los encuestadores argentinos son todos tan malos? Durante toda la campaña, mientras su techo electoral se cifraba en el 30%, Macri repitió que quería ser el presidente de “los que piensan distinto”. La votación del domingo remite a un caso de espiral del silencio, cuya correlación en los sondeos es clara: a pesar de la privacidad entre el encuestador y la persona que responde preguntas, los ciudadanos pueden exponer en un sondeo su preferencia por algún candidato y en la intimidad del cuarto oscuro inclinarse por otro candidato.

En 2011, cuando Cristina Kirchner revalidó la presidencia con un 54,11% de los votos, el régimen ‘K’ se encontró en una situación de auténtica hegemonía: no sólo en el Congreso, que controlaba con mayoría absoluta, sino también en las provincias (19 Gobiernos regionales de 24) y el debate público. El peronismo había conseguido una diferencia de 38 puntos respecto al segundo clasificado, Hermes Binner. La dispersión de una oposición aniquilada dejó al peronismo libre para profundizar su modelo económico, reducir a los críticos y hacer de la figura de Néstor Kirchner un nuevo mito justicialista: películas, estatuas y plazas en honor al “salvador de Argentina”, como era referido, cuyo nombre fue también elegido para el imponente centro cultural construido por el Gobierno en el centro de Buenos Aires. Evita Perón volvía a ser una figura frecuente en el discurso gobernante. Cristina hablaba en cadena nacional (todos los canales televisivos a la vez) cuando se le venía en gana.

Ni los múltiples casos de corrupción, ni el cepo cambiario, ni la inflación del 30%, ni siquiera la sospechosa muerte en febrero del fiscal Alberto Nisman lograron unir a una población crecientemente fastidiosa. Había palpables diferencias entre los logros de la “década ganada”, como la llaman los kirchneristas, y la realidad de un país con una necesidad urgente de devaluación. Estancada desde 2012, la economía argentina arrastra una inflación que ya no puede contrarrestarse con los réditos de un crecimiento a tasas chinas, como sucedió durante el ‘boom’ de las materias primas entre 2007 y 2012, y diversas industrias locales están desmontándose, lo que explica también el récord de Cambiemos -el partido de Macri- en algunas provincias del interior.

Existen razones estructurales detrás de los errores de las encuestas en la era digital, como demuestran ejemplos recientes en diversos continentes (las elecciones de Reino Unido este año o las de Brasil el pasado, sin ir más lejos). Se sabía que aproximadamente un 20 % de la ciudadanía argentina podía modificar su voto hasta el último minuto. Evidentemente, se decidieron en masa por el otrora ‘apestado’ Macri. La participación fue superior a las elecciones primarias de agosto: trepó del 72% hasta el 80%.

A Scioli no le votaron menos personas (pasó de 8,4 millones a 8,6 millones); sucede que la inmensa mayoría de los dos millones y medio de electores adicionales apoyaron a Macri (1,7 millones) y a Massa (medio millón). No hubo ni inundaciones, como en agosto, ni irregularidades o enfrentamientos extraordinarios en materia económica o de seguridad que desencadenasen el terremoto electoral. Fue una votación plácida; el tsunami anti-K se había iniciado, pero en silencio. Sólo los taxistas, sociólogos de asfalto, respondían invariablemente a los corresponsales extranjeros que “o esto cambia o estamos muertos”.

En el PRO ni siquiera soñaban con arrebatar la provincia de Buenos Aires al peronismo; terminaron sacándole 9 puntos, un fracaso estrepitoso del partido gobernante y de su candidato, Aníbal Fernández (ex jefe de Gabinete de Cristina Kirchner y ejemplo de la ‘línea dura’ K) en su granero de votos por antonomasia. “Aquí nos ha engañado todo el mundo o no nos hemos enterado de nada”, afirmaba un miembro de la administración kirchnerista de la localidad de Morón (baluarte clásico del peronismo) a EL ESPAÑOL durante la resaca electoral del lunes. “Me parece que no nos dimos cuenta de que esta vez sí había oposición”.

Las consecuencias del coletazo popular al rodillo kirchnerista de estos años se han sentido inmediatamente. En su rueda de prensa del lunes, Scioli se avino a debatir con Macri, algo que hasta ahora había rechazado tajantemente. El linaje multimillonario del candidato de Cambiemos, hijo de uno de los empresarios más ricos del país, parecía ser suficiente hasta entonces para detener cualquier amenaza de ‘sorpasso’. La hegemonía ‘K’ era tan fuerte que bastaba con aplicarle el adjetivo “liberal” para desacreditarle ante amplios sectores de la población. El discurso de la inclusión y las críticas a “los que siempre tuvieron mucho” apagaban las críticas al insostenible déficit fiscal, la inflación o las mentiras en las estadísticas oficiales. Federico R., director de una ONG en Buenos Aires que se define a sí mismo como “progresista”, reconoce que “pensaba votar a Macri en segunda vuelta, pero no se lo había dicho a nadie. Sé que es derecha, pero no aguanto un minuto más a estos mentirosos”.

El balotaje con sabor a derrota, aunque no supone el fin del kirchnerismo, convierte a Macri en favorito para el 22 de noviembre. Todos los presidentes han levantado su victoria sobre el conurbano bonarense, un 30% del censo electoral. Nunca hasta el lunes pareció que su mensaje acerca de “un Gobierno que escuche, que dialogue, que respete y que rinda cuentas” fuese a generar tanto apego. Las encuestas decían otra cosa. Como confesaba en plena resaca festiva un asesor del candidato en la mañana del lunes, “la resignación y el miedo son como un hechizo. Parecen inquebrantables cuando están e inexplicables cuando se van”. O en palabras de un secretario del ayuntamiento de Buenos Aires, “al final resulta que Mauricio tenía mucho voto de la vergüenza”.